El periodista llevaba horas analizando los documentos y estudiando los vídeos desencriptados en su portátil y estaba emocional y físicamente agotado.
Horas en los que sus emociones alternaban entre la negación, la más absoluta perplejidad, la repugnancia y el terror. La magnitud de lo que veía, la terrible maldad subyacente y la constatación de la inevitabilidad de los acontecimientos catastróficos que se avecinaban, se habían unido al miedo que le mordía las tripas y le mantenían en una sensación de náusea constante.
La filtración, llegada a través de una fuente fiable desde la Dark Web, eran grabaciones y documentos de la última reunión del G-20. Para ser más exactos, una reunión dentro de la reunión, del círculo que de verdad cuenta, más restringido incluso que el G-8 fundacional, en el que quedaban fuera la mayor parte de los países y molestos y decorativos organismos como la ONU.
Aquellos hombres hablaban del cambio climático con la distante arrogancia de quien es consciente de su poder e invulnerabilidad, de los que jamás sufrieron ni sufrirán las consecuencias de sus actos.
De cara al público, la reunión del G-20 buscaba soluciones, en realidad, sabedores de que el desastre era inevitable, los poderes al servicio de las grandes fortunas planetarias, solo discutían y planeaban acerca de su propia supervivencia.
Proyecto Noé era gigantesco, la noticia más importante jamás publicada, sus consecuencias, incalculables. Assange, Snowden, Manning destruyeron sus vidas por desvelar asuntos insignificantes en comparación.
¿Pesarían más su ética profesional y su deber moral que el miedo a las consecuencias que él y el mundo entero tendrían que afrontar?
Cuando el ordenador y todas las luces de la casa se apagaron y escuchó ceder la cerradura, lo único que pudo pensar mientras se orinaba encima fue que no tendría que preocuparse más al respecto.