Por un momento pensé que mi vida se había terminado para siempre. Recuerdo aquella escena como una rápida sucesión de imágenes perdidas en un amasijo de humo, cristales y acero, que quedaron grabadas, a fuego, en mi memoria, para la eternidad.
Todo sucedió tan deprisa que no tuve tiempo de reaccionar. Regresábamos a casa, después de una cena inolvidable de cumpleaños, consumada con la mejor de las sorpresas. Después de mucho tiempo intentándolo, María estaba, por fin, embarazada y, en pocos meses, íbamos a ser los padres más felices del mundo. Lo que no podíamos imaginar era que nuestras vidas estaban a punto de trucarse y cambiar para siempre.
La distancia que separaba aquel restaurante de nuestro hogar era de apenas 8 kilómetros. Un trayecto que, en coche, se realizaba en poco más de 5 minutos. Era la típica noche de verano, con la luna resplandeciente en el horizonte y buena visibilidad sobre el asfalto. Pocos metros antes de llegar a nuestra calle, al salir de una curva, un poderoso chorro de luz, procedente de otro vehículo que avanzaba, a gran velocidad, hacia nosotros, me cegó por completo. Lo que aconteció después es fácil de imaginar.
Abrí lentamente los ojos y la busqué, desesperadamente, con la mirada. Permanecía inconsciente, con la cabeza tendida sobre su hombro izquierdo y de sus labios brotaba un fino hilo de sangre. Como era incapaz de moverme, traté de llamarla, una y otra vez, pero no hubo reacción alguna a mis palabras.
Por un momento pensé que su vida se había terminado para siempre y, sin su voz, sus gestos y su inigualable sonrisa risueña, mi propia vida también habría llegado a su fin aquella noche de agosto.
Relato perfecto.
Saludos Insurgentes
Saludos,
Carol.