Son cerca de las tres de la mañana y apenas nos separan cien metros de la cima más alta de Malasia: el Monte Kinabalu. Sus 4095 metros puede que no sean nada para alpinistas experimentados, pero para mí, enfrentarme a cada uno de ellos es todo un reto. ¡Lo que hace uno por amor!
La noche no es demasiado cerrada y podemos ver, con ayuda de nuestras antorchas frontales, el escarpado suelo por el que vamos ascendiendo con paso firme y decidido. Este último tramo es pura roca; atrás quedan los bosques y los puentes colgantes que tuvimos que atravesar ayer para llegar hasta el refugio del que ahora partimos para hacer cumbre al amanecer. Los guías nos han dicho que llegaremos justo a la salida del sol así que, como suele decirse, será lo que ponga la guinda al pastel.
Aunque la época del año es calurosa y el clima es el más propicio para ascender, a estas horas el frío y la humedad del ambiente no son buenos aliados, no al menos para mí; poco me importa que no haya tormenta o viento si las bajas temperaturas me acarician incluso el alma.
Avanzamos con cautela, ella más ágil, yo a trompicones. El aire entra en mis pulmones con dificultad a consecuencia de mi no tan buena forma física, pero llegados a este punto, no voy a rendirme.
Con el sol despertando en el horizonte, los dedos de pies y manos entumecidos y la respiración entrecortada desde casi el inicio de nuestra aventura, llegamos a nuestro destino.
«Lo conseguimos».
—Las vistas son magníficas, ¿no crees? —. Dice jadeante.
Yo tampoco recobro el aliento. Trato de ver su mismo paisaje pero me resulta imposible apartar la mirada de ella. A pesar del cansancio y del frío, no deja de sonreír.
—Las más bonitas que he visto jamás.