Había llegado el momento. El puñetero momento. Solté a mi hijo de la mano y me agaché hasta situarme a su altura:
—Pásalo bien.
Puso los ojos en blanco en señal de hastío.
—Sí, papá. Eso ya lo has dicho.
—Pues te lo repito. Y haz muchos amigos.
—Eso también lo has dicho.
—¿Me das un beso?
—¿Otro?
—Por favor.
Lo hizo rápidamente, deduje, por temor a que uno de sus compañeros de clase lo descubriera. Como si mostrar afecto a los padres en público fuese un crimen penado con la guillotina.
Cuando lo vi alejarse entre la multitud, sucedió lo que me imaginaba: un sentimiento de aflicción y culpa comenzó a aflorar en mi interior, abriéndose paso con zancadas de gigante.
Aquel día era el único que me habían concedido para llevar a mi hijo al colegio. «Es el primer día, podemos hacer la vista gorda. Pero eso de ausentarte unas horas con la excusa del crío no me sirve», me advirtió mi jefe. «Soy ya un perro viejo en esto. Me conozco todos los trucos que hay para fumarse un par de horas de curro».
No se fiaba de mí y lo cierto es que le convenía no hacerlo. Pero eso no quitaba que, a partir de ese momento tuviera que entrar al trabajo a las seis de la mañana, cuando mi pequeño aún no se había despertado, y salir a las once de la noche, cuando el sueño lo había vencido por completo.
Tocaba pasar por la época oscura, la del padre horrible que se desentiende de todo menos de llevar dinero a casa a toda costa. Supongo que hay que vivirla alguna vez.
Grité su nombre. Tuve que reprimir las lágrimas cuando se volvió para escuchar lo que tenía que decir.
—Te quiero, hijo.
—Y yo a ti, papá.
Su voz se ahogó en el tumulto y la mía, en mi propio llanto.
Es un asco que en los trabajos no hagan la conciliación familiar...