Se acercaba la hora. “¡Corre!”-. gritaba Cristine. Nadine apenas podía alcanzarlas con sus botas rojas. No podían llegar tarde. El mensaje era muy preciso en este punto. Las tres jóvenes habían recibido el mismo enigmático mensaje siendo unas niñas. Las tres decidieron guardarlo celosamente. Una de ellas, Nadine, lo utilizaba como marcapáginas. Siempre fue una gran lectora. La segunda de ellas, Cristine, lo pegó en uno de sus diarios y allí se quedó mezclado entre cientos de palabras. La tercera niña, Maggie, lo guardó en su caja de recortes. “¡Vamos! -volvió a gritar Cristine-. Las campanadas de la torre empezaron a retumbar por el atrio del convento. Ya habían franqueado la enorme verja y las piedras cubiertas de moho apenas podían señalarles el camino. Buscaron una nueva señal, una luz tenue en uno de los ventanales marcaba el lugar exacto. Sin embargo, dudaron un momento. Las tres jóvenes habían vivido en países diferentes durante su infancia. Las tres jóvenes se habían mudado a la misma ciudad al iniciar sus estudios y las tres, atraídas por aquel misterioso mensaje habían asistido a la misma conferencia sobre el “El destino”. También acabaron sentadas juntas y compartiendo sus secretos. Fue Cristine, con sus guantes dorados, quien empujó suavemente la puerta. Era una estancia alumbrada tan solo por una lámpara de bronce. La escena las dejó boquiabiertas. Una muchacha estaba a punto de dar a luz. Una anciana la estaba asistiendo con la experiencia y la calma necesaria. No obstante, las tres jóvenes supieron cómo ayudar. La niña llegó sana y salva a este mundo una fría noche de invierno.
Todo había sido calculado por la anciana. Una de cada muchas jóvenes que acudían a la llamada acababa quedándose. Toda ayuda era poca en ese lugar. Eso era lo único que importaba: La entrega.
Saludos Insurgentes