No fue fácil ser la hija de Teón. Nadie se imaginaba lo exigente que era conmigo, y los que si, nunca lo hubieran cuestionado. Por otro lado, siempre me trató como a un ser humano completo, “como a un hijo” decían algunos a sus espaldas, y por eso le estaré eternamente agradecida.
De pequeña tenía una estricta rutina que incluía matemáticas, música y deporte. Este último, por ser al aire libre, se me presentaba como un descanso, una recreación. Hasta que aumentó la exigencia, a tal punto que las matemáticas parecían ser el descanso. Supe así, que me dedicaría a la ciencia pues en ella crecía y gozaba al mismo tiempo. Además, estas clases eran con mi padre, por lo que tenía el agregado de su compañía y atención.
Cuando tuve edad suficiente, comencé a tomar clases de filosofía en El Museo. Me sentaba en la grada más alta del salón, disfrutaba de observar toda la clase además de al maestro. Al mismo tiempo, estudiaba astronomía con mi padre. Podía leer en su rostro cuánto le alegraba que camináramos juntos por los patios.
Las temporadas en Roma y Atenas me enriquecieron tanto como años en El Museo. El corazón de las personas y las verdades del mundo sólo pueden entenderse conociendo mundo y personas.
Tras mi regreso seguí estudiando. En algunos asuntos matemáticos creo que sobrepasé a mi padre, mas nunca lo conversamos. En astronomía era más evidente, pues la construcción de instrumentos no era de su interés.
No fue fácil ser hija y discípula de Teón, pero por todos los dioses, que suerte tuve de que fuera mi padre y mi tutor. Porque sin él yo no sería Hipatia de Alejandría, filósofa y maestra.