El profesor paró, dejó la tiza en la pizarra, se miró extrañado la mano derecha y la metió enseguida al bolsillo. Se giró hacia sus alumnos. Pensó al principio, por supuesto, que al menos alguno de ellos habría observado el cambio, cómo su mano se convertía en algo extraño y parduzco, quitinoso. Le calmó que sus estudiantes no parecían al tanto, que por el contrario hasta se mostraban ligeramente aliviados, pues su profesor continuaba escribiendo en la pizarra, pero con la mano izquierda ahora, la mala, a un ritmo se comprende ostensiblemente menor.
Reflexionando entre el impás que le ofrecía cada palabra, se adivinó en verdad sorprendido, pero no del todo. Venía notándose un cansancio muy sutil, recurrente, en las últimas semanas, o más, quizá meses. Lo atribuía al inevitable desgaste del colegio, al roce con los libros, los padres, los chicos, los pasamanos; al roce con las chicas, las madres, las tizas, las burocracias. En una pequeña pausa, y ayudándose de la mano buena, sacó un pañuelo y se secó el notable sudor de la frente. Estaba resuelto en cualquier caso a acabar la tarea, el texto entero de la lección. Y sin duda lo habría conseguido. Pero la otra mano también comenzó a transformarse, de repente. Y al sentarse en el sillón para esconderse tras la mesa, notó que en su espalda le había crecido un gran bulto, como un caparazón, o un saco bajo la bata
A falta de otra opción, salió corriendo hacia el baño ya encorvado como un insecto.
Y oyó las risas de los alumnos. Pero eso apenas le preocupó.
Mejor las carcajadas, las burlas y los saltos, que el pánico y los ojos tan abiertos de Franz: solo Dios sabe qué impacto causaría ese episodio en una mente inocente y sensible como aquella.