Hollywood,1928
Lucía cabello rojo y ojos verdes en los carteles coloreados, pero su voz era un misterio. Qué voz...Aterciopelada y a la vez desgarradora. El sonido llegaba; los espectadores escuchaban a sus estrellas embriagados.
Aquel día, Elizabeth Jones cantaba en la premier de su película. Retocaba su maquillaje frente al espejo cuando la camarera se acercó con una caja. Esperaba chocolate, pero esta vez el regalo era un collar de perlas y una nota. La firmaba, deseándole buenaventura, Clotilde Watts.
Clotilde… Viejas glorias susurraban su nombre mientras cruzaban los dedos por no correr su misma suerte. El cine sonoro arrastraba a quienes jamás imaginaron que algún día tendrían voz. Clotilde tuvo Hollywood a sus pies y ahora miraba desde abajo su aspecto cenagoso. Hermosa, versátil y expresiva. Pero su voz era chirriante, deslustrada…
Llegó al escenario con su vestido de lentejuelas esmeralda, el pelo recogido en bucles y el collar de perlas. Vislumbró entre bambalinas a Clotilde, con abrigo negro y amplia sonrisa. El público aplaudió: productores, directores, críticos mordaces con ganas de sangre…
El piano vibró y Elizabeth movió los labios. No pronunció palabra. Volvió a intentarlo. Nada. Un rumor se extendió y, horrorizada, Elizabeth se llevó la mano al cuello. Clotilde la miraba con una malicia extendida hasta sus ojos oscuros. Entonces, lo supo. Tocó sus perlas y pensó en veneno y magia negra. Tiró el collar al suelo e intentó cantar. Ni un susurro.
Elizabeth huyó y se ocultó en su camerino. Miró su garganta inmaculada, se lavó la piel y se cobijó en una esquina, con un grito desgarrado y silencioso.
Mientras tanto, Clotilde se acercaba al micrófono y se ponía las perlas. Dejaba caer su abrigo mostrando un impresionante vestido plateado. Y cantaba con una melodiosa voz que hizo estallar a todos en aplausos. Clotilde Watts sonrió satisfecha. Volvían a ser suyos.
Saludos Insurgentes