La clase comenzó puntual como siempre. Sentados en sus mesas, una veintena de jóvenes se disponían a escuchar la lección magistral del día. Aquella mañana, iban conocer la fuerza de la gravedad de la mano de uno de los físicos más prestigiosos del momento, que se había acercado hasta la Universidad de Zurich para transmitirles su experiencia y sabiduría.
El ponente dio comienzo a la clase con un ejemplo que, a día de hoy, se sigue utilizando en las escuelas para explicar a los alumnos la fuerza de atracción de los objetos: la historia de Isaac Newton y la manzana que le golpeó la cabeza, mientras el célebre inventor reflexionaba, a la sombra de un frutal, guareciéndose del intenso sol que imperaba en los días estivales.
También reflexionaba Albert perdido en una pequeña hoja, repleta de protones y electrones, que él mismo había dibujado y que se perdían en decenas de trayectorias diferentes, en un movimiento tan obtuso como lo eran los pensamientos que el joven Einstein intentaba poner en orden en su cabeza agitada. Durante un instante, levantó la mirada y observó distraído las ecuaciones que el maestro había ido escribiendo en la pizarra. Escudriñó también, con sumo cuidado, el boceto del árbol que había plasmado en el centro del encerado, tratando de encontrar, en alguno de sus trazos, una explicación o razonamiento lógico que justificara adecuadamente la teoría que iba consumiendo, poco a poco, cada una de sus ya maltrechas neuronas.
Como lo hace un haz de luz, la lección se esfumó en el breve espacio de tiempo que permitió al joven científico describir, de forma matemática y por primera vez, el efecto fotoeléctrico.