Tampoco pudo desayunar. Menudo estreno. Sin dormir y sin probar bocado. Intentó no volverse loco con el jaleo típico de una casa que se enfrenta a una nueva experiencia. Nervios, algún grito, prisas para no llegar tarde... ¿Por qué nunca hay tranquilidad ante los cambios?
Cuando todo estuvo preparado, salieron de casa. La parte buena era que el colegio estaba a solo cinco minutos andando. Pero solo hubo uno de calma. En cuanto salieron a la avenida principal, aquello se convirtió en la M-30 en hora punta. Coches, carritos, niños más grandes arrastrando mochilas sobre ruedas, adolescentes arrastrando los pies en lugar de mochilas... ¿Pero cuánta gente iba a ese colegio? Ver aquella multitud solo le sirvió para comprender la insignificancia del ser humano. Qué pequeñito se sintió. No era nada entre tanto caos dirigido al mismo lugar.
Llegaron a la puerta y localizaron la fila para los niños de tres años. Saludaron tímidamente a dos niñas que ya estaban llorando y a sus madres. No se sabe cómo, pero él consiguió reprimir las lágrimas. Entonces salió la maestra y empezó a llamar uno a uno a los alumnos. Llegó el turno de su hijo, se despidió con un beso y un te quiero, le hizo un gesto desde la distancia con su mano y, una vez que entró, se dio la vuelta y descargó toda la tensión de la noche en vela.
