«La nueva era»

Soy escritor. Y no lo digo sacando pecho, sino con la profunda resignación de quien ya ha aceptado su fatal destino, el mismo que les aguarda a todos los literatos del país: la silla eléctrica.

El proceso era sencillo. Una vez apretadas las correas contra las articulaciones y afianzado el casco que debía conducir la descarga directamente al cerebro, el Magnate en persona presionaba el interruptor. Siempre asistía a todas las ejecuciones, aunque no le correspondiera. Su sadismo, inmortalizado en sus carcajadas diabólicas y en su insidiosa mirada, no le permitía perderse una sola cita.

Era tanta su crueldad que solía prolongar la tortura de la víctima más de lo debido. La demoraba hasta observar cómo se achicharraba viva, cómo quedaba reducida a una masa informe de carne calcinada. ¿Por qué? Quizás porque el terror es el pastor de los sumisos y solo las represalias inhumanas sirven para garantizar la obediencia.

El ascenso al poder del Magnate había abierto la senda a una era tiránica en la que el acceso a la cultura se había cercenado de la vida cotidiana. Los escritores habían sido encarcelados. A los periodistas les habían arrancado de los brazos de sus seres queridos y condenado a trabajos forzados.

Yo me encontraba celebrando la publicación de mi opera prima cuando un par de agentes irrumpió en mi casa y me arrastró consigo, arrebatándome la efímera felicidad que entonces ostentaba. Ahora escribo estas líneas sobre el suelo de mi celda, con un trozo de yeso que se deshace entre mis manos como las esperanzas de salvación.

De hecho, la esperanza es, tal vez, la única llama que aún no ha prendido en una prisión en la que todo lo demás arde con absoluta impunidad. Primero, la literatura; luego, el conocimiento y, en apenas unas horas, yo mismo.