«La tercera inquilina»

Mi abuela era vidente. Vestía siempre largas túnicas de vivos colores y surcaba su rostro la miríada de arrugas de quien lleva toda la vida remando a contracorriente. A pesar de su aspecto demacrado, solía componer una amplia sonrisa tocada con dos profundos hoyuelos y, cuando hablaba, lo hacía con una voz sedosa, como si acariciara cada palabra que surgía de su cavernosa garganta. Su dedo índice trazaba sinuosos recorridos por las palmas de las manos de sus clientes y, solo después de cerrar los ojos y exhalar un prolongado suspiro, entonaba un augurio sobre el porvenir del interesado.

Era un personaje de pies a cabeza. Y ni siquiera ella, con sus dotes premonitorias y sus poderes extrasensoriales, habría podido vaticinar lo que sucedió aquel día.

Asomaba el sol por el horizonte cuando atravesamos el umbral de nuestra nueva casa. La luz entraba a raudales por la ventana e inundaba la estancia en la que nos alojaríamos durante las próximas décadas. Extraje el manojo de llaves que tintineaba en mi bolsillo y lo contemplé con lo que, entonces deduje, era lo más parecido a la euforia que había experimentado en años. Observé, con gran regocijo, que las pupilas de mi esposa refulgían la misma alegría.

Busqué afanosamente un espejo en el que inmortalizar el momento. Inmediatamente después de localizarlo, mis extremidades comenzaron a temblar de pánico. Las llaves resbalaron de mi mano y cayeron al suelo, reverberando con un eco metálico que me restalló en los tímpanos.

Un reflejo nos devolvía la mirada al otro lado del cristal, pero la figura que se recortaba tras la pantalla de vidrio no se correspondía con la mía ni tampoco con la de mi mujer.

Ojalá mi abuela hubiera estado allí. Solo ella habría adivinado los segundos exactos que nos quedaban de vida.