En el hall del hospital la atención de las pocas personas presentes recae en tres hombres cuyos zapatos de suela de madera anuncian su llegada. Llevan ropajes regios aunque con colores opacados y calidades pobres. A juzgar por la talla, tan solo el sastre de un payaso podría haber dado el visto bueno a semejante tropelía: unas mangas demasiado largas, unas perneras demasiado cortas y unos hombros que no llenan la tela. Cuando entran en el ascensor, empiezan a hablar:
—Más te vale que funcione —dice el más alto, de piel abetunada.
—Es Noche de Reyes. Claro que irá bien —responde el pelirrojo, de voz afeminada.
—¿Escondiste el teléfono dentro del colchón de la habitación 163? —pregunta al tercero.
—Sí.
—Y ahora hay una parturienta —apunta barbarroja.
—Sorpréndeme. ¿Quiénes somos?
—Venimos de la Asociación de Nativos Navajos de Navalcarnero.
—Eso no existe, subnormal.
—Tranquilo. Lo diré muy rápido, sin tiempo para que piensen. Sigo: la autopista 163 cruza el valle de los Monumentos en EEUU. Y dentro del valle está la reserva de los nativos navajos. Y eso sí es cierto.
—¿No puedes disimular tu vena de listillo? ¿Ni un minuto?
—Sigo: les diremos que cuando alguien ocupa esta habitación les traemos presentes y contamos la historia navaja, con nuestro gran jefe Manuelito.
—Vaya plan. Si este no hubiese escondido el aparato ahí...
—¡La pasma iba pisándome los talones!
En las manos portan regalos: el oro son unas alhajas de la tía Encarna; el incienso, las cenizas de su marido, rescatadas del aparador y la mirra, unos restos de mango deshidratado, del tamaño de pasas.
—Como llame el jefe al teléfono satelital antes de recuperarlo estamos muertos.
—¿Qué habrá sido de él?
—En Afganistán seguramente, negociando con los talibanes por el opio.—Bueno, aquí estamos, habitación 163. Que hable el listillo.
Sagaz planteamiento, me encanta.
Saludos Insurgentes