No todo el mundo tiene la oportunidad de encontrarse frente a frente con la persona que le ha destrozado la vida. Rara vez puedes mirar a los ojos a ese individuo y pedirle explicaciones. ¿Qué se le dice? ¿Cómo se le habla? ¿Cuánto se está permitido sentir?
Tenía un millón de preguntas apretujadas en cada ranura de mi cerebro dispuestas a ser liberadas y avasallar al esperpento que tenía delante. Solo tenía que dar una orden a mis temblorosas cuerdas vocales para que salieran despedidas hasta chocar con él. Como cuando una presa cede y todo el agua acumulada se hace camino en forma de explosión provocando un tsunami. Estaba en mis manos atacarlo con esa gran ola pero, simplemente, no podía.
Maldito ser despreciable. No se conformó con hacerme daño una vez. Tuvo que hacerlo sistemáticamente durante toda una vida. Me hizo tomar las peores decisiones. Lo hacía de una manera tan dulce y sigilosa que ni siquiera me daba cuenta. Era cruel y despiadado. Las consecuencias fueron devastadoras. Fatales. Poco a poco fui perdiendo todo. Mi trabajo, mi casa, mis amigos, mi familia. Ni siquiera me quedaba valentía para gritarle.
Empezaron a brotar lágrimas de mis ojos haciendo que el hombre que, hasta hace un segundo me miraba fijamente, se convirtiera en una silueta borrosa. Como si por unos instantes pudiera evadirme de la realidad al no ser capaz de ver su rostro. Pero uno no puede escapar de su mayor miedo tan fácilmente.
Bajé la cabeza e intuí con la mano uno de los grifos del destartalado lavabo. Me mojé la cara con el poco agua que caía. Respiré hondo y reuní fuerzas para volver a erguirme. Ahí seguía. El hombre que me había destruido la vida continuaba mirándome a los ojos al otro lado del espejo.
Has jugado con giros constantes hasta llegar al final que es brutal, enhorabuena.
Saludos Insurgentes