Pensaba que se habían olvidado de mí, porque durante un tiempo estuve tranquilo, ya que sólo la bestia grande me daba de comer y me limpiaba la guarida cada cierto tiempo. Pero, por desgracia, no fue así.
Una mañana me desperté asustado al escuchar las decenas de gritos y aullidos que pensé que no volverían jamás, y el estruendo de sus patas corriendo llegaban a hacer temblar el sitio donde estaba mi agujero. Sin poder hacer nada para evitarlo, fui pasando de mano en mano de aquellas pequeñas fieras que me cogían, me toqueteaban, me oprimían el pecho…
Yo contemplaba todo aquello tembloroso, aterrado, con los ojos cerrados, deseando que alguna de esas criaturas infernales decidiera acabar con el juego y me devorara de una vez por todas. Pero seguí pasando de mano en mano hasta que me escurrí de las de una de ellas y caí al suelo. Entonces aproveché la oportunidad y salí corriendo todo lo que pude hasta esconderme en una grieta de una de los objetos que estaban al lado de la pared. Me oculté en lo más profundo para que no pudieran encontrarme. Y aquí sigo. No saldré hasta que esas fieras se vayan.
Mientras, los niños y las niñas de la guardería “Los Jazmines” lloraban desconsolados porque su mascota, la cobaya “Rubito”, al que habían echado de menos todo el verano, se había perdido y no podían encontrarlo. Los profesores ahora trataban de sacar al animalito de su escondrijo. Pero no era fácil.