Existen unas cuantas reglas que todo buen repartidor de pizzas debe conocer. La primera es la del aparcamiento. El scooter siempre se debe dejar en doble fila. Uno se arriesga a recibir una multa, pero también a perder el trabajo si el turno no termina a tiempo. Correr se convierte entonces en la mejor solución.
La segunda tiene que ver con la contención. Salivar por el olor que desprende la caja que tenemos entre manos es normal, pero debemos controlar nuestros accesos de gula. Yo siempre llevo una pinza en la nariz. Nunca se sabe.
La tercera norma es la que dicta que se han de llamar dos veces a la puerta. Un solo timbrazo no es suficiente, según el protocolo. Podía pillar a alguien en el baño. Y eso implicaría una puntuación de una estrella en el mejor de los casos, y el despido del repartidor, en el peor de ellos.
Por eso decidí hacerlo. Tan solo unos instantes después maldije mi determinación. Fue presionar el interruptor y la cabeza me empezó a dar vueltas de campana. Perdí la consciencia y, para cuando la recuperé, me hallaba en una sala oscura.
Una bombilla desnuda y titilante pendía del techo. La escasa luz permitía apreciar el tono gris de las cuatro paredes de la instancia. Bueno, de las cuatro no. La de la derecha era de cristal, pero no reflectante. Detrás de ella, un hombre en pijama se apoltronaba en un sofá mientras dirigía el mando a distancia al punto en el que yo me encontraba.
—Joder, ¿y tiene que llegar la pizza justo ahora, que la muerte parecía real?
Un hombre se levantó del suelo. La penumbra de la habitación me había impedido verlo. Estaba cubierto de sangre y en su frente destacaba el agujero producto del impacto de una bala.
—Bueno, ¿cuánto es?
Buen relato 👏
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes.
Un relato con gracia y chispa.