Lo primero que veo al abrir los ojos, es un techo blanco a dos palmos de mi nariz. El olor es nauseabundo, huele a sudor y a orín. Miro a mi alrededor y mis pupilas me lo confirman: es la típica imagen de una celda en una peli americana.
Mi compañero es un negro que parece un armario empotrado, rapado y lleno de tatuajes. Viste una camiseta blanca y encima una camisa azul desabotonada. Reposa sobre la pared con los brazos cruzados, hablando con otro de los presos, el cuál lleva a un joven esclavo agarrado del forro de su bosillo.
Lo último que recuerdo antes de despertarme en esta celda es que estaba en mi moto, camino de entregar unos burritos con guacamole a una casa de las afueras de la ciudad. Al cruzar por el puente romano, noté un impulso y una luz cegadora borró mi visión. No entiendo qué es lo que ha pasado. No sé cómo llegué hasta aquí.
—Mira, nuestro amiguito se acaba de despertar.
—Ya era hora bello durmiente. Quedan cinco minutos para que apaguen las luces.
—¿Dónde vamos? —pregunté.
—Ya lo verás. No puedes quedarte aquí o nos descubrirán.
—¿Vas a llevarlo con nosotros?
—Nos servirá de ayuda cuando tengamos que tensar la cuerda. Y si se cae al cruzar, mientras lo capturan, nos dará tiempo de huir.
Omito el haber escuchado eso último. Lo único que quiero es salir de aquí.
Justo después de apagar las luces, veo a mi compañero retirar el retrete. Hay un hueco hecho en la pared por el que podemos escapar. Eso me recuerda a algo que ya había visto antes.
Llegamos a la enfermería y lo veo. No puedo creerlo.
—¿Eres Michael? ¿Michael Scofield?
— En marcha. Atentos a mi señal, en 3..2..1.. — dice, mientras me sonríe.
¡Estoy escapando de la cárcel de mi serie favorita: Prison Break!