«Me llamo...»
—Cálmate— dijo el otro.
—¡Hola, me llamo...!— escupió Montoya.
El otro negó, deslizó una mano bajo el escritorio y se puso en pie.
—¿Qué ocurre esta vez?— preguntó. Tenía una mirada dura, cruel.
Montoya ojeó al otro con desprecio. Túnica blanca. Ni armadura de cuero, ni arma al costado. Manos blandas. Debía ser un hechicero. Calibró la amenaza que suponía mientras se rascaba la herida en la cabeza.
Se oyó el retumbar pesado de unos pasos lejanos.
—¿Y bien?
Montoya buscó su espada. No en vano, era el mejor espadachín del reino. Y esto tenía que acabar cuanto antes.
—¡Hola, me llamo...!
—Ambos sabemos cómo te llamas. ¿Y bien?
Los pasos retumbaron más cerca, hasta que dos fornidos guardias y una señora con una túnica blanca irrumpieron en la habitación.
Montoya ojeó a todos y dio un precavido paso atrás, rascándose la herida sin parar.
—¿Cómo está?— preguntó la señora.
—Un poco desorientado y al borde un nuevo brote —respondió el otro con acidez—. Esto es muy duro, María. O se toma la medicación o lo encierro en el pabellón de aislamiento.
—Por favor, Ignacio. Es más que tu paciente...
Montoya aprovechó el momento de debilidad entre los hechiceros. Saltó adelante con fiereza.
—¡Me llamo Íñigo Montoya! —esgrimió su espada de aire—. ¡Tú mataste a mi padre, prepárate a morir!
El otro resopló, molesto.
—Cálmate, hijo. Tu padre soy yo y no estoy muerto.
Montoya comprendió que le tendían una trampa y, sospechando, ojeó a la hechicera.
—Hijo, por favor —dijo ella—. Queremos ayudarte, pero no nos dejas.
Montoya, desorientado, miró a la hechicera, al hechicero y al escritorio. Sobre la mesa había una placa: «Dr. Montoya, psiquiatra». Al lado, yacía un libro: «La princesa prometida».
No comprendió nada.
Y se lanzó al ataque.
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El giro final es brutal, gran relato compañero.
Saludos Insurgentes
Enhorabuena :)