Ella no concebía escribir acerca de experiencias que no fueran suyas. Es por esto que todas sus novelas las había escrito basándose en experiencias propias y recientes, evitando así la frustración y los malos resultados que surgen al tratar de inventar algo de la nada.
Ya en el difuso límite entre la vida adulta y la ancianidad, atravesaba una de esas crisis periódicas que aparecen de forma fugaz en la adolescencia, se convierten en crónicas en la adultez y terminan por embutirte en la vejez; esas crisis que, en esencia, corresponden al miedo a la muerte. Decidió encarar sus temores con la que consideraba su mejor virtud: la escritura. Pero, ¿cómo escribir acerca de la muerte, si no se ha experimentado?
Exponerse a situaciones desagradables y de dudosa integridad no tuvo el efecto deseado: infiltrándose en velatorios ajenos no averiguó el olor de la muerte, camuflado en la previa sesión de perfumería del difunto. Tampoco la mirada de los gatos atropellados en la autovía le reveló a la escritora las emociones que le siguieron al ser arrollado.
Ella sentía que su experiencia estaba incompleta, pues la impotencia se apoderaba de ella en cuanto se sentaba delante del papel. Impulsivamente, se envolvió el cuello en una soga y apretó con una firmeza animal, que tras unos segundos consideró insuficiente. Aún más frustrada y violenta, se hizo un tajo fatal en la muñeca. Llena de espanto, sacó el teléfono y, con la mano ya débil y temblorosa, se hizo una fotografía que debería plasmar el horror de la muerte y recordarle en el futuro lo que se siente al borde del abismo, que sería la clave para escribir su relato. Falleció tendida sobre sus anotaciones, y sus lectores nos quedamos con la intriga de saber qué habría escrito acerca de su experiencia.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes