Septiembre ya ha llegado avisando del otoño, y con él, la vuelta de nuestros hijos a las aulas. Mi hija ya no es pequeña ni es el primer día de clase de toda su vida, sin embargo, sí que es su primer día en este nuevo colegio. Siempre quise ser madre y cuando supe que estaba embarazada no podía parar de pensar que tan solo me importarían dos cosas de la criatura que crecía en mi interior: que fuera feliz y buena persona. Lo segundo lo pude comprobar en sus primeros años de vida, pero con respecto a lo primero notaba que no era feliz, y yo no sabía por qué, ni cómo ayudarle.
Le acompaño a su nuevo colegio, le doy un beso y me quedo observándola desde el coche. Con la distancia suficiente para no avergonzarla, pero al mismo tiempo poder salir rápidamente si me necesita. Carla empieza hoy segundo de ESO, y yo, la más atea de los creyentes forzados, rezo cada día para que a este lugar no lleguen las alargadas garras del bullying, del que, en parte, todos somos algo culpables; el que lo ejerce, el que lo ignora y el que dice que no existe.
Un día descubrí que el motivo de la infelicidad de mi hija era que siempre había sido mi hija, pero la habíamos tratado como un hijo. Desde entonces empecé a ayudarla en su camino y empecé a aprender.
Para mí, septiembre significa escuela, y escuela significa aprender, por eso, ahora, mirándola desde el coche, no puedo evitar pensar en la persona que más me ha enseñado.
No puedo dejar de pensar en ella,
en mi Carla,
mi hija,
mi niña.
Ojalá todos los niños y niñas trans tengan una mami que las apoye tanto como la del relato