Cuando Anabela con su amplia sonrisa me recibe en la entrada del colegio sé que debo huir, pero la pequeña mano de mi hijo me mantiene en mi lugar.
Mierda.
Anabela se acerca más de lo conveniente debido a la situación del Covid y me contengo para no dar un paso hacia atrás.
- ¡Hola mamá! – me grita casi en la cara. Lleva la mascarilla por debajo de la nariz, casi gruño por frustración. En su lugar, dibujo una suave sonrisa en mis labios. - ¿Y a quién tenemos aquí? ¡Cuánto has crecido! Ya eres todo un señorito.
Anabela es madre. Pero su hijo hacía mucho que se había graduado en la universidad. Sin embargo, era esa clase de madre que cuando entra en el A.M.P.A se enamora del poder de aterrizar a madres primerizas y a la junta directiva.
- Es bueno verte – miento, mi hijo me aprieta la mano y no me sorprende. Esa mujer es aterradora.
Se ríe de forma estridente, y puedo jurar que tanto mi hijo como yo nos estremecemos.
- Mamá, quiero irme. – yo también.
- Tranquilo, corazón.
- ¡Oh! ¿No quieres dejar a tu mamaíta?
Una parte de mí sabe exactamente qué hacer con Anabela, pero otra me recuerda que mi hijo está delante. La mujer en cuestión se lanza a una retahíla sobre las próximas reuniones, exigiéndome llevar galletas de chocolate ¡Ja! Llevaré lo que salga de los ovarios, muchas gracias.
La campana suena, mi hijo corre desesperado por huir dentro del colegio. Me quedo sola con Anabela y mis ganas de darle un puñetazo crecen.
- Ese niño tiene un serio problema de dependencia contigo.
No lo tenía. Pero ella lo tendría. Miré alrededor, había demasiada gente.
Vuelta al cole, malo para los niños, también para los padres. Volvía el A.M.P.A.