Diecisiete años, tres meses y cinco días. Eso es lo que me ha costado volver a la ciudad donde nací, donde pasé los mejores y los más horribles momentos de mi juventud. Donde alguien decidió que no valía nada, que mi cuerpo era como una de sus camisetas que podía usar, ensuciar y romper. Pero nadie me creyó. Mis padres no pudieron sufrir más, pero fueron los únicos a los que me pude agarrar para no hundirme.
Pasé de victima a culpable por el simple motivo de ser una mujer joven, extrovertida y con unas ganas tremendas de divertirme. Era guapa y sabía que gustaba y a mi me gustaba gustar. ¿Fue ese mi pecado?
Él era el chico más guapo de la universidad. Era educado, buen estudiante y buen hijo, hubo unanimidad en los testimonios. Yo, por lo contrario, era una niña incómoda. Siempre me buscaba líos o los líos me encontraban. Traviesa, rebelde y ese carácter fue mi sentencia. Nadie me creyó, teníamos una relación y eso parece ser que era el atenuante.
—Sexo consentido— fueron las palabras que pronunció ese juez rancio y almidonado. ¿Cuándo, en una relación se consiente la humillación, los golpes y tomar por la fuerza lo que no te pertenece?
No lo pude soportar y nos marchamos de allí. Ahora he vuelto. Tenía que verlo sentado en el banquillo de los acusados. Él lo ha vuelto a hacer, pero esta vez se le ha ido de las manos y no podrá burlar la justicia de nuevo.
Todos me aconsejaban no volver, tenía que pasar página, me decían. Como si pasar página o cerrar el libro eliminaran los recuerdos, el dolor.
Siento alivio porque no va a volver a hacer daño a ninguna mujer más y una rabia inmensa por no haberlo evitado antes.
Me ha encantado compañera y la narración es magnífica.
Saludos Insurgentes
Un abrazo