En el subsuelo de una mansión victoriana, Johan Mogensen contempla en una docena de pantallas las noticias de todo el mundo. Todas cuentan el final de la pesadilla apocalíptica con la victoria del ejército de coalición frente a los zombis dado que durante semanas no se han registrado más agresiones.
Johan, desde su trono de piel y oro, aprieta los puños con rabia. Aunque su creación tuvo en jaque a la población mundial durante meses, considera aquello una humillación. Él fue el primer zombi, un producto de su propia ambición, y ahora es el último. Se levanta con pesar y manda entrar a un séquito de científicos, que se dispone frente a él formando una hilera.
—A estas alturas ya sabrán todos ustedes la suerte que han corrido mis hermanos. Pensábamos que eran poderosos e invencibles, pero no ha sido suficiente para terminar con la población mundial. Y ustedes son los responsables.
Los rostros de los hombres con bata blanca hacen presagiar lo peor, sabiendo que Mogensen no es hombre de avisar.
—Me parece justo que para el siguiente experimento, sean ustedes los sujetos de estudio, dado que yo ya no soy una muestra representativa.
Sin decir palabra, el primer hombre se adelanta para recoger una llave de manos de Mogensen. A continuación se dirige a un frigorífico blindado y, tras abrirlo, extrae una cubeta con tantas inyecciones como personas.
—Aquí tienen los virus que hemos desarrollado. Todos producen efectos por vía oral pero no hay más tiempo que perder, así que se lo inyectarán a ustedes mismos. Después cada uno se irá a un box y se tumbará en la camilla. Ganará el que antes muera y ese tendrá el honor de acuñar el virus letal con el que limpiaremos la superficie de la tierra de la escoria humana.
Saludos Insurgentes.