Hoy, sentada en la butaca marrón, la misma de siempre, trato de recordar por qué un día me impuse la condena de ser feliz solo a ratos. Viví demasiado deprisa, sentí intensamente y fui increíblemente lenta perdonándome a mí misma. Me casé porque era lo que exigía el momento —Ya no juego a reprocharme el haber nacido en una época equivocada—, hice lo que pude como pude, y lo logré a pesar de que muchos me dijeran que no sería capaz. No les culpo; las voces externas aplacaban mi voz solo cuando mi propia voz no sabía brillar entre las tinieblas. Es cierto que hubo personas que me dieron alas, pero hay pájaros que nacieron en días de tormenta, y aunque se rodeen de almas con luz, resulta difícil que su vida cambie.
Abrí mi diario, escribí frases a caballo entre lo agrio de mi vida y lo sarcástico de una tragicomedia que nadie respetaba. Mis dedos dieron vida a textos mágicos, que guardé bajo mi almohada y tiré al mar cuando me empeñaba en perfeccionar el noble arte de odiarme a mí misma.
«Respira, Marga», me digo a mí misma cuando tengo que soportar las bromas de mis nietos, burlándose de la afición que tenía su abuela. Tampoco les culpo. No les reprocho que, entre risas, se vayan diciendo que mi casa huele a vieja. Son solo niños. Mi hijo y mi nuera se ríen con esas bromas. Tampoco les culpo; son solo adultos.
Quizá un día me arme de valor y les cuente mi secreto: a pesar de mi rictus paciente, mi aura entrañable y mis manos cálidas, sufro con cada comentario hiriente que hacen. Todo sería más sencillo si me quisieran la centésima parte de lo que yo los quiero —pienso—. Pero no les culpo.
Me ha encantado enhorabuena
Saludos Insurgentes