Cádiz, año 2150.
Rasqué una mancha oscura de mi zapato mientras mantenía los remos de mi barca (¿Es que no puedo salir de trabajar sin ninguna mancha?). Hoy en día, tener una barca es la versión más económica de transporte que existe en esta ciudad. El transporte público sufre más naufragios de lo que el alcalde quiere admitir. Demasiados culos para tan poca madera. Desde que Cádiz se convirtió en la nueva Venecia, allá por el año 2100, los coches y las carreteras son historia.
Yo no viví aquellos años en los que había más tierra que agua, pero todos los niños estudian sobre ese tema en la escuela. Llegamos a esta situación por el simple hecho de que el ser humano es estúpido por naturaleza. Los gestores mundiales de aquella época pensaban que el dinero era más importante que cuidar el único planeta en el que somos capaces de respirar.
Pues bien, se equivocaban.
Aunque no me malinterpretéis, a mi esta situación me resulta muy ventajosa. En comparación con mi abuelo, vivir en una ciudad con las calles llenas de agua hace que mi trabajo sea más fácil.
Trabajo en el negocio familiar. Mi padre trabajó antes que yo, y mi abuelo antes que él. Y así unas seis generaciones atrás. Los que vivieron antes de las duras consecuencias del cambio climático tuvieron muchos problemas para deshacerse de los restos que generaba su trabajo. Algunos tuvieron problemas con la ley por eso mismo.
En cambio, yo lo tengo mucho más fácil. Solo tengo que recoger agua de las calles y ahogar a mis víctimas con ella. Se ahogan muchos borrachos últimamente.
No hay mal que por bien no venga.