«Nunca más volvería a ser un día cualquiera»

Me llamo Tomás Expósito Expedito. Es un día cualquiera de primeros de mes en pleno peregrinaje a un sitio casi equiparable al Muro de las Lamentaciones: el Banco.

La cola dobla la esquina y va a cuentagotas. Solo quiero sacar efectivo para hacer mis frugales compras semanales. Evadido con el WhatsApp, mi atención ahora se centra en una tangana verbal entre un empleado de la sucursal y un señor mayor: venía a retirar su pensión ante la amenaza de un posible recrudecimiento de la guerra. «¡Tenía razón mi difunto padre: mejor el dinero debajo del colchón y no en manos de estos buitres y encima sinvergüenzas! ¡Les preguntas y ni se dignan a ayudarte con el cajero! ¡No hay derecho!», protesta indignado frente al «apoyo» mayoritario.

Me limito a agachar la cabeza; en el fondo, compartimos sentimiento. Se lamenta porque tiene que tomar su medicación pero se le pasa la hora por estar ahí. El empleado insiste en que ha de esperar como el resto.
Suelo ser irascible normalmente y aquello me cabrea. Aun así, consigo llegar al anciano derrumbando el muro invisible de la hipocresía; contengo mis ganas de emprenderla a escopetazos:

—Puedo echarle un cable, tengo un momento, porque está claro que entrar... ¿Cuál es su nombre para dirigirme a usted? 
—Celestino Canales. Gracias, hijo. No entiendo de tecnología. Tanta modernidad nos termina de convertir en inútiles. Si me haces el favor... 

Resulta que está solo en el mundo, casi como yo: viudo, sin hijos, pero con un legado sin heredero. 

Hospedado en un hostal, sin futuro, me llaman dos días después comunicándome que el señor Canales fallece el día anterior por cáncer terminal de páncreas, pero ¿que me nombra heredero universal? 
Parece que algo hago bien en mi triste vida de desempleado, aunque solo por un momento.