Por un momento, recordé mi infancia, los oficios que han desaparecido. El carpintero que iba de casa en casa por si había que encolar una silla o hacer una estantería, cargado con su bolsa de trabajo: serrucho, martillo, clavos y cola. También el hombre del hielo, armado de un garfio que traía bloques helados sobre el hombro, protegido del frío por una pieza de cuero, para las neveras de antaño que no eran eléctricas. Hoy hay otros oficios entonces inimaginables: especialista en SEO, community manager, ciberabogado...
Por un momento, recordé al telero. No busquen en el diccionario que viene otra cosa. En un Madrid de vecinos que se conocían, más en los suburbios que en el centro, vamos al otro lado del río Manzanares, llegaba un hombre o mujer gritando: «Mujeres, ha llegado el telero». A la convocatoria las puertas de los pisos se abrían y las amas de casa atendían al recién llegado.
El telero compraba al por mayor y vendía al menudeo. Traía piezas de tela, de ahí el nombre, bragas y calzoncillos, alguna bata, unos pocos bordados primorosos y puntillas, incluso sábanas, manteles y alguna manta. Las mujeres le conocían y él a ellas. Por eso negociaban el pago fiado, sin papeles por medio, y cada semana o cada mes, según el acuerdo, le iban pagando unos duros hasta completar el total de la mercancía adquirida. Y vuelta a empezar.
Las telas así adquiridas pasaban por las máquinas de coser Singer, ayunas de electrónica, accionadas deportivamente con el pie de la costurera ocasional, y así se iba vistiendo a la familia sin desequilibrar el magro presupuesto del hogar. Y el telero se iba a otro portal a repetir su canción e intentar unas ventas que ponían pan en su mesa y tejidos en las casas ajenas.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes