La Navidad me pone triste. Y no suelo decirlo nunca tan claro porque parece que todo el mundo está feliz y son fechas de fiestas en las que se respira un aire jubiloso y de alegría. Se adorna la mesa con un bonito mantél y una buena vajilla para despedir el año. Y se habla sobre la recopilación de los viajes, las aventuras, y las mejores anécdotas que han transcurrido durante los pasados 365 días. Y río forzadamente. Porque tal vez, mi año no ha sido tan bueno como yo esperaba y algunos de los objetivos planteados no han tenido el éxito que yo imaginaba.
Pero nadie dice nada sobre esto. Nadie explica la caída ni las decepciones. Nadie parece estar mal. Y llega año nuevo. Y se pone la vista a los 356 días ulteriores. Y se precisan nuevos propósitos que serán incluso mejores que los del año pasado: Aprender inglés, dejar de fumar. Adelgazar. Cocinar distintas recetas, ir al gimnasio que ya estabas apuntado pero tenías abandonado. Y a mi no se me ocurre ningún propósito nuevo ahora mismo. Me frustro por ello. ¿Seré una persona sin aspiraciones en la vida?
¿Por qué ahora? Es como si necesitaramos una fuerza exterior que nos empujara a salir de nuestra zona de confort. Alguien que nos dijera que es hora de cambiar. Así, sín más. De un día para el otro. Sin previo aviso. Después esta energía se atenúa y cada vez reflexionamos menos y olvidamos lo que en su día era algo importante.
Mi propósito es no tener que fundamentar mis cambios. No tener que dar explicaciones. Hacerlo cuando me apetezca. Sin excusas. Aunque no sea año nuevo. Parar en abril. Pensar en junio. Agradecer en septiembre. Viajar en octubre. Llorar en diciembre. Permitirme estar mal en enero.
Me ha encantado, enhorabuena
Saludos Insurgentes