Cuando estaba en la escuela culinaria una de las muchas cosas que aprendí y me marcó profundamente fue la inventiva de los nombres.
“Pon nombres raros”, decían, “tan raros que no sepan lo que están comiendo. Es mucho mejor así.”
Recuerdo que en esos tiempos en los que era una idealista, pensaba que era una tontería, lo importante era el sabor. Los nombres glamurosos y las recetas secretas formaban parte de una cocina elitista de la que yo no quería formar parte. Pero todo eso cambió cuando me convertí.
La primera vez que me comí un cerebro lo comí crudo, empujada por un hambre atroz que me obligó a abrirle la cabeza a mi vecino y comerme sus sesos. A día de hoy me sigo sintiendo culpable por mi falta de tacto. ¡El pobre tuvo una muerte espantosa! Por suerte, había aprendido a ser mucho eficiente.
Descubrí que los cerebros son un ingrediente estrella para casi cualquier plato; excepto las salsas picantes, eso no suele encajar bien. No me malinterpretéis, nunca intenté que mis recetas llegaran a otras personas más que a mí, pero cuando mi novio robó mi almuerzo, se quedó tan maravillado que no pude serle sincera y contarle qué llevaba.
Una cosa llevó a la otra, y sin darme cuenta me había convertido en una exitosa chef de mi propio restaurante. Puse nombres raros a los platos y nadie se molestó nunca en preguntar qué llevaban. Hasta que llegó ese inspector de sanidad.
Maldito fuera el día en que decidió entrar en mi restaurante y descubrir el congelador secreto debajo del restaurante, lleno de cerebros y cadáveres. El mismo congelador en el que estaba encerrada en ese momento, esperando mi fin.
Esperaba que al menos ellos tuvieran más tacto que yo cuando me comí a mi vecino.
Je, je, je... Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes