Allá por el siglo XVI, un joven aprendiz de mago se disponía a independizarse de su mentor para comenzar una nueva vida llena de aventuras. Su maestro no tenía nada claro que el chico estuviera preparado para ejercer la magia por su cuenta, pero ya era muy anciano como para tratar de impedírselo. Prepararon un caballo con lo más elemental para el viaje y, tras despedirse, se separaron.
A los pocos días, cansado ya de caminar por las imponentes dunas del desierto, el joven extrajo el líquido de un par de botes de pociones, se dispuso a preparar un ungüento que hiciera a su caballo caminar más rápido y lo distribuyó por sus pezuñas. No había terminado aún de untar el mejunje, cuando el animal relinchó y escapó de su alcance en una rápida huida. Ahora estaba, solo y perdido, en medio de la nada. Por suerte, todavía podía preparar pociones.
Entonces, en un arrebato de soberbia, decidió que era el momento de ir más allá de su aprendizaje, elaboró una mezcla que le permitiera moverse entre dos puntos de su mapa de manera instantánea y se roció con ella. Por último, señaló su destino en el mapa y aguardó a que su pócima hiciera efecto.
Instantes después, la hoja del mapa quedó a merced del viento en el desierto y, el mago engreído atrapado en ella. Cuando la lámina cayó la suelo, la fina arena del desierto, comenzó a cubrirla, lentamente, hasta taparla por completo. Fue entonces cuando el joven recordó y comprendió lo que tantas veces le había dicho su maestro: “Los poderes que se te han concedido son para ayudar a los demás. Recuerda que no debes usarlos nunca para beneficio propio o sufrirás en tu propia piel las terribles consecuencias de tus actos.”
Saludos Insurgentes