—La primera vez que alguien le llamó “amigo” no supo cómo reaccionar. No estaba acostumbrado. Desde que nació le habían llamado de muchas otras maneras, ninguna excesivamente cariñosa. Su padre decidió llamarlo Huevón. Así lo bautizó al mes de nacer, porque, según explicó a carcajada limpia para recochineo de toda la familia, había sido el primer hijo varón (después de tres) que no se desgañitó la garganta para pedir de mamar. Y, como si aquel pequeño intuyera que no había sido ni esperado ni deseado, pronto aprendió a conformarse con las migajas de todo, comida, ropa y caricias, sin rechistar ni molestar. “Huevón, qué tonto eres”, “Huevón, no me calientes que te doy”, “Huevón, tira pa casa y no le digas a tu madre que me has visto”. Ese nombre, a fuerza de escucharlo, le imprimió un carácter que él mismo se esforzó en perfeccionar. No hacía, no sentía, no se quejaba, solo pasaba por la vida. Para su madre fue “Gordo” a secas y con la última “o” prolongada según lo borracha que se levantara por la mañana. Para sus hermanos mayores solo existía como víctima de sus collejas o zancadillas a traición. El resto del barrio lo llamaba “el crío del Pichabrava”, Bolasebo o Maricón, según le tuvieran más o menos confianza y cariño. De hecho, cuando empezó el colegio, desconocía que tuviera un nombre propio. “Pablo Cabezón Pérez” repitió la maestra mirándole fijamente sin que él supiera quién era ese Pablo. Sin embargo, sus compañeros decidieron que su apellido le definía mucho mejor y comenzaron a reírse de él. Entonces, Lucía, la más lista y guapa de la clase, le cambió la vida con una sola pregunta.
—¿Qué pregunta, mamá?
—Le dijo, ¿quieres ser mi amigo? Si mañana en el cole ves alguien triste, ¿se lo preguntarás tú?
¿Al final la madre está contando cómo conoció al marido?
También, con esta historia, podemos resignificar las palabras que dedicamos, a veces cariñosamente, a quienes tenemos cerca.
Gracias por escribirlo
Sigue escribiendo....
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