“¡Eso es! Puño arriba, cabeza abajo. ¡Vamos! Un asalto más y lo habré logrado.”
Los segundos avanzaban lentamente en el reloj que había junto al ring. Quería poner punto y final a mi dilatada carrera profesional con el mejor resultado posible y, en ese instante, estaba afrontando los dos minutos más decisivos del combate contra un rival que era muy superior a mí.
Después de tantos años en la élite del boxeo, me movía casi por inercia. Ese día, mi cabeza vagaba perdida por lugares muy alejados de aquel cuadrilátero y, la falta de concentración, me había llevado a recibir golpes por doquier en los asaltos anteriores. Lo único que me mantenía en pie, era ese instinto de supervivencia que te aporta la experiencia. Por mi mente no dejaban de circular recuerdos de éxitos impensables y fracasos estrepitosos, de remontadas épicas y de caídas dolorosas.
Un nuevo impacto en el ojo, seguido de otro choque contra mi boca, me devolvieron a la realidad. El intenso sabor de la sangre diluyéndose en mi saliva generó un pequeño arrebato de furia en mi interior y conseguí devolver dos golpes certeros a mi adversario, que retrocedió unos pasos. Sin embargo, se rehízo rápido y, haciendo uso de su zurda, consiguió lanzarme contra las cuerdas y acabé cayendo al suelo.
Estaba completamente extenuado y, aunque trataba de apoyarme en la lona, era incapaz de ponerme en pie. En ese momento, alcé la vista y la vi. Ella, que siempre se había negado a presenciar mis combates para no verme sufrir, estaba asistiendo, a aquél último, para recogerme en sus brazos y cobijarme en su regazo como el día de mi nacimiento.
Sin saber cómo, recabé las fuerzas necesarias para levantarme. Acto seguido, se escuchó el sonido del Gong y todo se volvió oscuro.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes