El campamento había sido mi lugar seguro. Año tras año, me daba el poder de ser alguien diferente a quien yo era. Año tras año… hasta el fin.
Miré las tablas torcidas con la pintura descascarillada que indicaban el inicio de la zona de juegos. Todo estaba exactamente como había sido dejado tres años atrás; las sogas estaban tiradas por el suelo, los arcos y las flechas, los globos de agua. Quizás, dentro de otros tres el tiempo sería capaz de reclamar su paso por él y la decadencia empezase a envejecer el campamento olvidado.
“Es un recuerdo, la decadencia de ellos es diferente”.
La voz en mi cabeza era molesta, y acertada también. Quizás el campamento real abandonado estuviese cubierto de musgo y mugre, suciedad y pintadas incriminadora. Destrozado.
En mi recuerdo seguía intacto.
Casi.
También el tiempo había hecho mella en él. La imagen seguía siendo preciosa, y en el cielo azul despejado brillaba un ardiente sol, pero en las sombras se escondían fantasmas peligrosos.
En mis primeras sesiones de hipnosis me aterrorizaban esas sombras, y odiaba que la sesión llegase al punto en que la doctora me decía que debía enfrentarme a ellas. Odiaba tener que revivir ese trágico día. Tres años, y seguía siendo incapaz de revivirlo al completo.
Ahora había aprendido a amar la calma que precedía la tormenta, había aprendido a adorar la serenidad y calma sin preocuparme por las sombras.
Quizás nunca fuese capaz de salir de la consulta de la doctora sin haber completado la sesión de hipnosis, pero aprovecharía mi buen recuerdo hasta que se tornase pesadilla.
- Mira las sombras. – habló su voz en el mundo real colándose en mi mente. – Cuéntame esa historia.
Sangre. Gritos. Dolor.
Amaba el campamento hasta que se había convertido en mi propio infierno.
Bien relatado.
Saludos Insurgentes