Abrió la puerta desorientado y se encontró con un despacho con mucho potencial y que, sin embargo, estaba sumido en el caos absoluto. La luz del techo, acompañada del imponente flexo sobre el escritorio, iluminaba con fuerza toda la estancia: papeles en el suelo, libros abiertos por doquier, páginas rotas, armarios que mostraban sus vergüenzas. Varios bolígrafos sin capucha desperdigados sobre la superficie de la mesa parecían anunciar su propia muerte mientras se les secaba la tinta, como cuando un pez salta fuera de la pecera sin pensar mucho en las consecuencias.
- ¿Pero quién ha hecho esto? ¿Qué clase de persona podría destruirlo todo de esta manera? - gritó el anciano mientras observaba atónito la escena desde la puerta.
Tropezó con los diferentes objetos que obstaculizaban el corto camino que lo separaba del escritorio. Tomó los papeles. Algunos estaban en blanco, otros, en cambio, a medio hacer y llenos de tachones. Le temblaba tanto la mano que era incapaz de leer más de cinco palabras seguidas. Pronto sacó sus propias conclusiones y, con una fuerza que parecía no caber en su menguado cuerpo, gritó a todo pulmón entre sollozos:
- ¡Mi novelaaaa! ¡Me han robadooooo! ¡Malnacidooooos!
De pronto, se escucharon pasos. Alguien bajaba las escaleras con rapidez. Seguían dentro de la casa y ahora venían a por él. Sus escasos reflejos únicamente le permitieron coger uno de los bolígrafos y señaló hacia la puerta con él como si de un puñal se tratara.
- ¿Otra vez, abuelo? - espetó una joven en pijama.
- Se han llevado mi novela - susurró entre lágrimas el hombre - ¿Cómo voy a volver a escribirla?
- Como lo haces siempre, abuelo - indicó ella en un tono mucho más amable - aunque no recuerdes lo que escribiste ayer, mañana tendrás ideas nuevas. Ahora acuéstate, ya me encargo yo de recoger todo.
La realidad de la vida.
Un final tierno y poco esperanzador.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes