Las piernas apenas lograban mantenerlo en pie. El soldado se encontraba a escasas cien yardas de la cima de la montaña, cuando el asedio de los alienígenas se incrementó con el declinar de la tarde. Parecía que sol se negaba a seguir iluminando la masacre que se extendía ladera abajo, donde cientos de combatientes, convertidos en despojos sanguinolentos, alfombraban el único paso que llevaba hacia la torre de comunicaciones.
Se detuvo un momento para llevar algo de oxigeno a sus pulmones mientras contemplaba la antena que se asomaba por encima de los Eucaliptos. Sí, faltaba muy poco para llegar a la cúspide. Lorena lo esperaba ahí, agazapada en algún rincón, lista para transmitir las coordenadas del sitio de aterrizaje de los extraterrestres.
—Luis...
El sonido de su voz lo tomó por sorpresa.
—Lorena, quedamos en que mantendríamos absoluto silencio hasta que...
—Ya no importa, amor... ya nada importa —musitó la mujer al otro lado de la radio.
Un ramalazo de miedo trepó por la espalda del soldado.
—¿Qué quieres decir con eso?
—El comando de ataque decidió que no iba a esperar más: los van a reventar usando algo... diferente.
—¿Diferente? ¿A qué te refier...? —La respuesta golpeó su mente con la fuerza de un martillazo.
Por unos segundos tan solo reinó el silencio; ya ni siquiera se escuchaba el avanzar de los alienígenas. Luis apoyó su espalda contra un árbol y suspiró.
—Pero estoy tan cerca de ti, mi vida. —Una lágrima rodó sobre su mejilla— ¡Tan cerca!
—Lo sé, amor... lo sé. Desde acá te alcanzo a ver.
Luis se asomó para ubicarla. Sí, ahí estaba, justo en la ventana del último piso.
—Nos seguiremos amando en la otra vida, lo prometo —susurró el soldado, mirándola con ternura.
—Y en las siguientes, amor mío —balbuceó Lorena, sollozando, segundos antes de que cayeran los misiles y la montaña volara en mil pedazos.