Volvió a mirarse en el espejo como todas las noches. Parecía que había envejecido 10 años desde que Alma nació. Un hijo te cambia la vida. No paraba de darle vueltas a la cabeza. Miró sus manos y no dejaba de pensar que se aferraría a ellas y no las soltaría.
Un pequeño chirrido la sobresaltó. Era Mario.
- Estas bien cielo?
- Sí, solo algo cansada.
- Susana - dijo exhalando un pequeño suspiro - A mí no puedes engañarme. ¿Estas preocupada por lo de mañana verdad?
Ella dejó caer sus hombros con resignación. Mario la abrazó con dulzura y le susurró:
- Cariño, todo va a estar bien.
Todo va a estar bien. Repiqueteaban las palabras en su cabeza una y otra vez. No es verdad. Conozco a mi hija. Se agarrará a mí como una garrapata, chillará y llorará. No seré capaz.
No pudo pegar ojo en toda la noche. La niña la despertó a las 7 en punto, como siempre. Esa pequeña vejiga debe tener adosado un cronómetro.
Vamos allá, se dijo a sí misma para envalentonarse. Entraron a la clase juntas, de la mano, pero para el asombro de la madre, al cruzar la puerta, la niña salió corriendo hacia una cocinita de juguete. Sin mirar atrás. No podía creerlo.
Alma no lloró aquel día, pero Susana sí. Lloró al salir de la clase, del colegio, en el coche y siguió hasta que fue a recogerla. Vislumbró el principio del fin. Vio el momento en que su pequeña dejaría de necesitarla y no pudo asustarse más.
- Cuando se ha dado cuenta de que no estabas no ha parado de preguntar por ti – dijo la maestra.
Susana sonrío, miro a la niña y se fue el miedo. Un hijo siempre necesita a su madre. Siempre.