«¿Transilvania?»

Los cinco miembros de la familia nos apretujábamos en el interior del destartalado Citroën. La música de la radio resonaba por todo el vehículo, haciendo vibrar los cristales. Coreábamos con entusiasmo los estribillos. La emoción del viaje impregnaba el ambiente.

Quizá por eso nadie se percató.

Fui yo el único que comprobó que habíamos tomado el desvío equivocado. El único que se dio cuenta de que el cielo, antes cerúleo, se había tornado plomizo. La silueta de la luna se adivinaba tras las oscuras nubes de tormenta, donde hacía apenas unos instantes había brillado el sol. Los aullidos de los lobos, procedentes de las montañas, reverberaban en la noche.

Miré a mi alrededor. Estaba solo. Empecé a temblar. Noté el corazón oprimiéndome el pecho y mi tez se volvió blanca como el papel. El vehículo continuaba su camino a toda velocidad, pero ya no había nadie al volante. Era como si un sujeto invisible se hubiera instalado en el asiento del conductor. No me dio tiempo a procesar aquella visión. Un destello de luz azulada se abrió paso a través de la penumbra e impactó en el asfalto con un gran estruendo eléctrico.

Me cubrí el rosto con las manos, presa del pánico. Cuando las retiré, no pude dar crédito a lo que veía.

El coche avanzaba por una vía de trazado sinuoso y ascendente al final de la cual se levantaba un fastuoso castillo de piedra custodiado por un enjambre de puntitos negros. ¿Eran...murciélagos?

Entonces sentí una mano posándose sobre mi hombro y zarandeándome con suavidad. Antes de que pudiera proferir un grito de espanto, la voz de mi hermano disipó la pesadilla.

—Despierta. Ya hemos llegado.

Y cuando despegué los párpados, lo vi. El sol me sonreía desde lo alto de un cielo añil. Nada había cambiado.