Me despido con un beso en las mejillas de mis niños y los veo alejarse por el patio del colegio. Agito mi mano para reiterar el adiós y emprendo mi caminata hacia el río. El verde de los árboles impregna mi iris. El agua que corre me acompaña en mis pasos. Fluyo con el río. Me sumerjo en sus entrañas. Me refresco con él. Me embarro con saña imaginando historias nuevas. Acá puedo ser, sentir, experimentar, jugar. El cielo y sus nubes me susurran al oído. Voz suave que más tarde, en casa, cuando todos estén durmiendo, volverá, como vuelve cada día el murmullo de la noche.
Al llegar a casa, hiervo agua para prepararme una infusión. Mientras reposan las hebras mi mente vuela, hila una historia con otra y las enreda. Frunzo el ceño, me concentro en la transformación que ha sufrido el agua de mi taza, antes transparente, ahora de color amarillo. Doy un sorbo y me quemo. Aún es pronto.
Llevo la taza al despacho, ese cuarto que está entre la habitación de los niños y la matrimonial. Tiene un escritorio que yo misma elegí y una estantería con unos cuantos libros que me inspiran. Una habitación que comparto con mi marido. Él también tiene su escritorio en ella. Trabajamos juntos, espalda con espalda, casi sin parar hacia media mañana que hacemos una pausa para tomar mates y a mediodía para comer.
Solo cuando cae la noche, los niños están dormidos y todo está tranquilo, es cuando esta habitación se convierte en mi espacio personal, mi refugio literario. Una luz tenue alumbra un tapiz de colores que me traje de un viaje al norte de mi país. Otra taza de té me acompaña en este nuevo silencio, rincón de mis pensamientos, trocito de independencia y libertad. “Una habitación propia”.
Vuelvo a la mañana en el río, al cielo azul, las nubes blancas con formas de animales, las hojas verdes de los árboles, el agua que fluye y yo fluyendo con ella. El sauce que se agacha a beber agua. El río es también mi habitación propia, mi comunión con la Naturaleza, mi espacio personal de inspiración, de gestación, de estas ideas que ahora vuelven a mí en la noche y revolotean como mariposas a mi alrededor.
Abro el cuaderno y escribo. Escribo sin parar, sin levantar la vista del papel, sin pararme a pensar en nada, simplemente dejando que todas esas palabras amontonadas, enredadas en mi cabeza, salgan, fluyan con la corriente, rocen las piedras del renglón, salpiquen los árboles de estas páginas blancas deseosas de bañarse en la savia de la creación.
Sé que un día esas palabras volarán lejos y me siento afortunada, agradecida al amor de mi compañero por guardar mi soledad, orgullosa por haber encontrado este espacio personal, este rincón en el que me permito soñar.
Suerte.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes