Acababa de cumplir los treinta cuando el instinto depredador irrumpió en mi vida. Impartía clases de Química en la universidad desde hacía tres años y mi trabajo no me hacía feliz.
Al llegar una mañana, un grupo de alumnos dialogaba en uno de los rincones del aula. Tras sentarme en mi sitio, les mandé guardar silencio y, uno de los chicos, me respondió de una forma un tanto grosera. Permanecí calmado ante su provocación y no hubo réplica por mi parte, pero sí sentí cómo la ira recorría todo mi cuerpo y mis venas ardían, sedientas de venganza. En ese momento, invadieron mi mente decenas de recuerdos del acoso que había sufrido durante mi infancia y algo se quebró, para siempre, en mi interior. Ese mismo día, comencé a elaborar un plan de escarmiento para esos jóvenes malcriados.
Una tarde, al finalizar la lección, invité a aquellos estudiantes a que me acompañaran a visitar un búnker secreto de la Segunda Guerra Mundial oculto en los sótanos. Ellos cegados por la curiosidad, accedieron encantados. Mi represalia estaba a punto de materializarse.
Una vez allí, les invité a entrar y, cerrando la puerta tras ellos, quedaron presos entre aquellos muros raídos por la humedad y el paso del tiempo.
Todo fue según lo planeado. Como nadie conocía la existencia de aquel lugar, nunca les buscaron allí. Mientras tanto, ellos, para intentar sobrevivir, primero tuvieron que beberse sus propios fluidos corporales y después se tuvieron que comer a los que iban muriendo. Cuando falleció el último de ellos, unas ratas hicieron el resto con su carne putrefacta y, un poco de ácido, con sus huesos. No les encontraron jamás.
Ahora que el cáncer destruye mi cuerpo, quiero que todo el mundo recuerde para siempre al asesino olvidado. Aquel al que nunca lograron capturar.
I. Muerte en el búnker
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II. Sangre y acero
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III. Un ser molesto
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Saludos Insurgentes