– Mamá. Despierta. – La voz de mi hijo mayor surge en mitad de un extraño sueño.
– Voy – gimo, abriendo los ojos con lentitud –. Baja la persiana – gruño, tapándome los ojos doloridos.
Arrastro los pies por la habitación, mi hija pequeña acude a mí, respondo a su sonrisa automáticamente, aunque la tensión de mi rostro, la desfigura hasta transformarla en una mueca.
– ¿Estás bien?
Asiento distraída. Mientras voy hacia la cocina, empiezo a sacar tazas, leche, cacao, pan, mermelada, fruta… Y la sensación de asco va creciendo por segundos.
– ¿No comes nada? – pregunta mi hijo, lamiéndose el bigote de mermelada. Niego con lentitud, con la cabeza en otro lado, dando vueltas a algo importante que estoy pasando por alto. Reparo en el paquete que me trajo ayer la abuela de mis hijos. Lo abro extrañada, descubriendo unos sesos. Me sorprendo cuando en lugar de una arcada de asco, empiezo a salivar. Nada más salir mis hijos a asearse, abro el paquete, y me sumerjo, sin reparos. Hasta que una exclamación me saca de mi éxtasis y veo dos pares de ojos que me observan a medio camino entre la fascinación y el temor.
– Siempre dices que usemos los cubiertos.
– Mmmm — gruño – mamá tiene un mal día. Llegamos tarde al cole. Vamos.
Salvo como puedo el camino hasta el cole, me despido con efusividad, el alimento ha servido para espabilarme, espero que dure hasta el trabajo.
Allí una reunión soporífera acaba con mi pico de energía. Mi cabeza retorna al día de ayer y siempre es lo mismo, un gran vacío. No recuerdo nada. Las sillas de mis compañeros abandonando la sala me devuelven a la realidad.
– Tú, quédate – ordena mi jefe.
Asiento obediente a mi almuerzo.
Muy bueno.
Saludos Insurgentes