Llevaba 8 días de viaje. Parece poco, pero a Marta le parecía una eternidad.
Era su primera aventura en solitario. No porque le entusiasmara viajar sola, sino para demostrar y demostrarse que era capaz de hacerlo. Tal vez el hecho de estar dentro de una familia asfixiante y controladora tuviera algo que ver, pero eso es otra historia.
Se encontraba en una pequeña pensión en un pueblo del norte de Galicia. Allí conoció a una chica muy simpática y decidieron hacer una ruta juntas. En el trayecto comenzaron a forjar una incipiente amistad y, esa misma noche, compartieron varios dulces de dudosa procedencia que habían comprado a un vendedor ambulante. Sus expectativas eran pasar un buen rato, sin duda.
La mente de Marta comenzó a nublarse al poco tiempo y le hormigueaban los dedos. Era una sensación extraña pero agradable. Cerró los ojos y su consciencia divagó como el humo hasta llegar a su ser más profundo. Se asustó un poco, porque no vio el mundo de paz que creía tener, eso era solo una fachada. En su lugar, había una cárcel de rabia, arrepentimiento, culpa y desesperación. Una cárcel para la pequeña parte de sí misma que ansiaba libertad y mostrar al mundo su verdadera naturaleza. Sin ataduras.
Cuando Marta abrió los ojos la cegó una luz blanca. Estaba en una camilla de hospital, con una vía puesta y la garganta muy irritada. El médico, que estaba junto a ella, le contó que había sufrido una sobredosis y que le faltó poco para perder la vida.
Ese día, Marta decidió dos cosas: No iba a volver a comer dulces y no iba a permitir que nada ni nadie le impidiera ser ella misma. Nunca más.