Aquella Navidad tenía un encargo especial y se ausentaría de la rutina, retrasando el resto de entregas.
Constantin era un niño que llevaba secuestrado en su propia casa desde su nacimiento, para uso y disfrute de los que fueran a aquel lugar horrendo.
Cumplía años el mismo día de Navidad, y aunque nunca asistió a la escuela se las había arreglado para aprender a leer y escribir. Unos pocos libros y la penumbra gélida eran su único abrigo.
Para el octavo aniversario acudía Papá Noel con una petición extraordinaria.
Cuando llegó, los ojos del hombretón parecieron envejecer ante la visión: putrefacción orgánica por el suelo alrededor de un colchón oscurecido, hedores fétidos y un muchachito, pálido y escuálido, que permanecía encogido en un rincón leyendo un libro bajo la luz del plenilunio. Mientras lo observaba no pudo evitar ver el aura resquebrajada del niño y eso le recordó el regalo. Esta vez, debía hacerse visible.
—Hola, Constantin —le saludó con voz dulce.
Como sacudido por una descarga eléctrica, el niño intentó brincar, si bien su debilidad lo impidió. Pero pronto adivinó quién era y, tranquilizándose, se levantó torpemente para acercarse hasta que la cadena, que lo mantenía enganchado por un pie, llegó a su máximo. Papá Noel fue a su encuentro y lo abrazó.
—¿Estás seguro de querer?
—Completamente, señor.
—Bien. Entonces empecemos.
De repente un ser luminoso se materializó.
Los ojos del pequeño danzaban entre las caras de los dos visitantes y, con una sonrisa triste, entregó su mano al ángel.
—Estamos muy orgullosos de ti, Constantin. Mereces un descanso —susurró el espíritu que, extendiendo sus alas, empezó a elevarse. Poco a poco, una esfera ardiente se fue separando del cuerpo maltratado hasta desaparecer.
Papá Noel miró al niño inerte y, agachándose, le extrajo una pulsera de turmalina negra, el mineral de la protección, su primer regalo. “Alguien más la necesitará”, pensó.
Aunque el último párrafo me disguste un poco, el relato es muy tierno.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes