Antes de hacer nada, miró a ambos lados para ver si la estaban siguiendo. Acto seguido, golpeó varias veces la puerta con delicadeza.
- ¿Contraseña? – Se escuchó desde el interior.
- Flores blancas – Susurró Marie acercándose a la puerta.
Un par de segundos después, el chirrido de un cerrojo viejo y oxidado, permitió que la puerta de madera carcomida se abriera levemente. La escasa luz del callejón, unida a la completa oscuridad imperante en la vivienda, impedían ver qué se escondía en su interior.
Finalmente, la puerta se abrió un poco más y, de la penumbra, surgió una anciana. Se asomó al pórtico y desde allí miró a izquierda y derecha antes de dejar pasar a la joven. Volvió a cerrar con cuidado la puerta y condujo a Marie a través de un largo pasillo, sin iluminación alguna, hacia una tenue luz que se distinguía al final del mismo. Una vez allí, entró en una pequeña sala de paredes desnudas y repletas de humedades. Del techo pendían tres pequeñas bombillas cuya intensidad lumínica oscilaba continuamente. Al fondo, un pequeño encerado, superviviente a mil y una batallas, a duras penas se sostenía en pie, apoyado en dos patas de acero corroídas por el óxido y, en el centro, una docena de pupitres construidos con restos de muebles viejos aguardaban impasibles nuevas inquilinas a las que hospedar.
La anciana se dirigió a Marie y, tendiéndola un par de hojas arrugadas y un fragmento de carbón, la dijo:
- Bienvenida a la Universidad Clandestina de Mujeres. Esta será tu clase desde hoy y yo seré tu profesora.
Una tormenta de fieros pensamientos se desató súbitamente en la cabeza de Marie. Ella trató de aplacarla como buenamente pudo. A fin de cuentas, sus opciones eran esa o ninguna.