Las seis de la tarde y el día no había hecho nada más que empezar para Adriana. Enfermera y deportista a partes iguales. Los turnos agotadores no ayudaban en nada a su preparación pero haber pasado ya los cuartos de final y la semifinal la tenían completamente motivada para que, esta vez, el título fuera suyo.
Había peleado tanto. Hacer compatibles entrenamientos y turnos cambiados no resultaba especialmente fácil, pero ella no era de las que se rendía. Pocos la comprendían. Su entrenador, su pareja y poco más. Ni siquiera sus padres podían entender la felicidad que sentía en cada derechazo, en cada croché o uppercut. Era una sensación de poder, de superioridad que con poco más se podía comparar.
Cuando en el hospital charlaba con los pacientes entre sus quehaceres siempre pensaban que estaba de broma.
— Si, claro — añadió el hombre de la habitación cuatrocientos doce que luchaba con ahínco con un cálculos renales. — Ahora vas a ser tú la Tyson Fury a la española.
— Dile a su hijo que le traiga la tablet que ya me encargo yo de que tenga internet para que vea como venzo en mi último combate este sábado — contestó ella. — De hecho, si gano te lo voy a dedicar por incrédulo.
— ¿Y cómo voy a saber que me lo dedicas a mi? — contestó él escéptico.
— De eso también me encargo yo.
Setenta y dos horas más tarde allí estaba ella. Acababa de vencer a Amanda Serrano. Mientras la cámara le enfocaba recibiendo el preciado galardón, ella lloraba y se pellizcaba con insistencia el riñón.
En el hospital, un incrédulo paciente, acababa de ser reprendido por la enfermera de turno que le instaba a bajar el volumen y dejar de gritar: ¡Adriana, mi enfermera!
Por más Adrianas en la vida!
Saludos Insurgentes