Llevaba más de 6 años siendo madre, 75 meses para ser exactos, el mismo tiempo en el que había dedicado muy pocos minutos para ser amante, amiga, confidente, para ser esa que se pintaba de negro la raya del ojo, marcaba sus largas pestañas con rímel y coloreaba sus labios de ese rosa palo que tanto le gustaba para después mirarse en el espejo, sentirse poderosa y salir de casa a dedicarse todo el tiempo del mundo.
A pocas horas de comenzar el curso escolar, estaba nerviosa y preocupada sabiendo que mi pequeña, de tres años y un confinamiento y muchas restricciones a su pequeña espalda, lo pasará mal en sus primeros días de colegio. Su hermano mayor intenta animarla pero rechaza, una y otra vez, la idea de ir al colegio.
Preocupada por ella y, a la vez, sabiendo que ahora tendré más tiempo para mí. Podré sentarme más horas delante del ordenador y plasmar en las hojas en blanco todas las ideas que fluyen en mi cabeza en formato de cuentos o novelas, podré ir de compras y sentarme en una cafetería a disfrutar de mi refresco en silencio. Disfrutaré de la soledad y la tranquilad que ella ofrece.
Y aquí estamos, en la puerta del colegio esperando que los niños entren a sus respectivas clases, tengo claro que no alargaré la despedida, sería peor para ella y también para mí.
Ha llegado la hora, veo cómo se marcha, de la mano de su profesora, con lágrimas en los ojos. Yo intento que las mías no caigan de mis ojos vidriosos.
Mi hora también ha llegado, la de volver a ser yo. No tengo nada planeado, quizá sea un buen comienzo desayunar tranquilamente un chocolate con churros. Allá voy, mi “nueva vida” comienza aquí.