«¡A ver, Rodríguez!»

—¡A ver, Rodríguez! ¡Véngase aquí ahora mismo!— reprendió la sita Martín.

El frustrado muchacho arrastró los pies, cabizbajo, a lo largo de la galería de «Objetos domésticos de la España Moderna». A su alrededor, una caja plástica con un espejo negro, un extraño objeto esférico, un conjunto de muebles muy raros que parecían blandos, un artefacto punzante, un libro.

—Deje ya de molestar a sus compañeras y atienda —añadió la Martín—. Esta es la galería más interesante.
—Como usted diga, sita.
—No me toque la moral, fue usted quien insistió en hacer esta visita al Museo del Ayer.
—Es que me pongo muy nervioso, sita.
—¿Y eso por qué?

Rodríguez se mordió el labio inferior, miró a su fascinante alrededor, a esos objetos que le parecían cercanos pero lejanos a la vez, que existían en una parte profunda de su memoria pero que se le escapaban, se difuminaban. Estudió la punta de sus zapatos y alzó los hombros.

—¿Qué le pasa, Rodríguez?
—Que se me hace muy raro, sita. Este museo.
—¿Qué quiere decir?

Rodríguez suspiró largamente, se balanceó sobre sus talones y carraspeó.

—Pues... Figúrese, hace nada que me sentaba en algo como eso. Miraba una de esas cajas. Leía uno de esos libros. Pensé que venir al museo me ayudaría a recordar, a entender, a asumir cosas. Pero es que todo esto es muy reciente y estoy confundido. No consigo asumir este nuevo estado. ¡Solo llevo muerto tres semanas, sita! ¡Tres semanas de mierda!

—¡A ver, Rodríguez!