La priscunia alamanitis derramaba las gotas cristalinas de lluvia que durmieron durante horas sobre sus resplandecientes hojas —le contaba el abuelo, mientras el niño escuchaba atónito a la par que tomaba notas en su libreta—. La bladistemia magnalosis proyectaba su mejor rostro en dirección al cielo, cuando no más de cinco pétalos parecían pedir permiso para desprenderse en libertad; mientras tanto, las gaviotas dibujaban sobre el aire lo que ningún pintor excelso se atrevió a dibujar en papel. —El niño continuaba escuchando boquiabierto—. Le pedí a tu abuela, arrodillado y preso de la vergüenza, que pasara el resto de su vida conmigo. Me aventuré a atrapar una lágrima con mi pañuelo, antes de que descendiera a su antojo por su mejilla. Pero esta, traviesa y escurridiza, se fusionó con sus mocos, que salían a borbotones por su sofocada nariz. Como bien sabes, tu abuela siempre tuvo alergia a muchas plantas. Al instante ella dirigió su mano derecha hacia sus fosas y presionó mi pañuelo sobre ellas; sonándose tan fuerte como para despertar a un gigante. —El pequeño no daba crédito; no podía ni articular palabra—. Créeme, hijo, a mí también me pareció una escena dantesca; aun así, me armé de valor y robé una masornica asluveritis de aquel prado; era sin duda la más exuberante de cuantas flores lucían en el campo aquel día, pero algo sucedió cuando la acerqué a su rostro para colocársela detrás de la oreja.
—¿Qué ocurrió entonces, abuelo?
—Que me dio una buena hos...
El niño se arrancó a toser, sin dejar que el abuelo terminara la frase.
—¿Por la alergia?
—No, hijo, por la Wikipedia.
—Pero por Dios, abuelo, ¡es que a quién se le ocurre inventarse esos ridículos nombres!
Muy bueno!
Saludos Insurgentes