Me pasé los primeros doce años de mi vida escuchando a mi abuelo tocar el piano. Acariciaba las teclas como si las amara. Con elegancia, con pasión. Con una sutileza embriagadora. Parecía que él podía ver algo en ellas que a los demás nos pasaba desapercibido.
De niño, durante una de las sesiones en las que me enseñaba a tocar el piano, me dijo unas palabras que jamás olvidaré. Algo que me marcó y cambió mi manera de ver la vida para siempre.
“¿Sabes por qué las teclas son blancas y negras? Porque solo el piano, a través de sus sonidos y melodías, tiene la capacidad de representar todos los colores y matices existentes entre esos dos extremos.” Esta explicación hizo que mi vocación no solo se convirtiera en mi profesión, sino también en mi modo de vida.
Años después conocí a un hombre. Él negro y yo blanco. Quizás al revés, él blanco y yo negro, no lo sé. Solo sé que éramos extremos. Completamente diferentes. Uno era la antítesis del otro. Sin embargo, como si de una melodía de piano se tratara, éramos capaces de pintar todos los colores e inventarnos infinidad de matices cada vez que nos cubrían las sábanas y acariciábamos nuestros cuerpos con elegancia, pasión y sutileza.
Alcanzar esa perfección me hizo abandonar la relación. Nada ni nadie podía estar por encima de mi piano. Mi otro extremo nunca lo entendió. Es probable que las fechas navideñas en las que nos encontrábamos tampoco le ayudaran precisamente. Habíamos fantaseado durante meses con acudir a mi concierto de Navidad juntos. Se le iluminaban los ojos imaginando el día. Le hacía especial ilusión. Dos horas antes de que comenzara el concierto, me llamaron para informarme de que lo habían encontrado sin vida dentro de mi piano.
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De lectura rápida, enhorabuena.
Saludos Insurgentes