Luz celestial, el don más prodigioso, y peligroso, de los dioses, el divino fuego, que protege a los hombres del frío y de la oscuridad, te defenderé con mi vida, de aquellos que hoy vendrán a intentar apagarte.
Como tú haces con la Humanidad, yo nací para protegerte, para ser tu cuidadora. Igual que otras, en otros templos, lo hicieron para servir a otras deidades o ser su portavoz. Mi vida ha estado dedicada a servirte, llama sagrada, y acabará haciéndolo. Que una pequeña luz se apague, para que la Gran Hoguera nunca se extinga, y el corazón de todos los seres no caigan en la Tiniebla.
Las murallas han caído, y los defensores de la ciudad han sido derrotados, y muertos. Las calles se llenan de sangre, y voces bárbaras se oyen en las afueras del templo. El ruido del acero se escucha, hacer su función letal. Las estatuas de la entrada hacen estrépito al caer.
Los salvajes, venidos del Norte, no te conocen, ni te valoran. Por eso matan a los sacerdotes que tratan de proteger tu casa sin ningún tipo de miramiento. Destrozan cuanto ven, en busca de riquezas. Se acercan. Les espero protegiéndote con mi cuerpo, arrodillada, y los ojos cerrados. No los veo, pero les huelo, y los escucho, con su habla bárbara, mofarse, burlarse de mí. Siento como uno de ellos se acerca.
Me agarra del cabello. Con gran dolor, trato de defenderme, pero su fuerza bruta es muy superior a la mía. Ayudándose de sus compañeros me desnudan, me lanzan sobre el suelo y me violan de forma brutal, acompañando sus penetraciones con dolorosos golpes e insultos.
Cuando se sienten saciados, uno de ellos rebana mi cuello con una daga. Siento como todo acaba. Me apago. Tú, sin embargo, brillarás para siempre.