«Cara a cara»

Había perdido toda esperanza de hallar cobijo o albergue esa noche. Las nubes, al paso de los gasterópodos, habían ocultado el alegre celeste del cielo. Un manto lúgubre reposaba ante mis ojos una neblina opaca que desdibujaba los detalles de las formas y sus cromatismos.
El frío durmiente, el viento calmado y el latido silencioso de la noche acrecentaban más mi impaciencia por ver de nuevo amanecer. Opté por encomendarme a San Roque, aun siendo ateo, pues me guarecería esa noche en su ermita. El "Camino" era implacable y no tardó en mostrame sus garras.
Tras rezar al santo, encendí mi linterna, me la coloqué sobre la cabeza e inspeccioné los aledaños. Se fundían con el gris: los muros, la espesura de la foresta, la solitaria ermita, los lejanos ojos verdes que me escrutaban bajo el chaparrón.
Chasquidos y el crujir de pisadas me alertaron de que no era el único desamparado del lugar. El miedo atenazó mi garganta.
Al dejar de alumbrar en donde se encontraban esas dos rutilantes esmeraldas, me percaté de su movimiento, de su aproximación cautelosa y, sin luz, solo habría podido ver el vaho que exhalaba mi boca.
Quise vivir una aventura memorable, pero nunca imaginé que tendría que enfrentarme a un ser antropomórfico venido del mismísimo averno.
Por más que me aterraran sus facciones, era como ver mi reflejo. Solo estaba armado con una vara de bambú y otra de encina, las cuales hice restallar contra el suelo, coincidiendo con el destello de un rayo.
La criatura retrocedió enfurecida y temerosa hacia el bosque; momentos después, seguí caminando ligero hacia Deba para refugiarme bajo el tejadillo de una tapia.
Me reconocí en los ojos de aquella bestia asilvestrada; no anduve desencaminado, pues en toda aventura hemos de enfrentar a nuestros peores demonios, lo que más nos aterra de nosotros, nuestra bestia interior.